Uno de los recuerdos más vívidos de la infancia de mi hija es el día en que su padre le enseñó a andar en bicicleta sin rueditas. En un momento, mi esposo se subió a la parte trasera de la bicicleta tomando el manubrio con ella, para poder bajar juntos un tramo de suave pendiente. Ella recuerda a su padre riendo, mientras ella se moría de miedo. Cuando hoy recuerdan el incidente, la amable respuesta de mi marido a su recuerdo es tranquilizarla diciéndole que sabía que todo iba a salir bien.
Su historia es una acertada metáfora de los momentos en que nosotros también experimentamos miedo en la vida. Las «pendientes» pueden parecer grandes y aterradoras desde nuestro punto de vista, y el riesgo de resultar heridos puede parecer muy real. Sin embargo, las Escrituras nos aseguran que, como «el Señor está [con nosotros]», no tenemos por qué temer (Salmo 118:6). Aunque la ayuda humana pueda fallarnos, Él es un refugio confiable cuando nos sentimos abrumados por nuestras luchas (vv. 8-9).
Dios es nuestro ayudador (v. 7), lo que significa que podemos confiar en Él para que nos cuide en los momentos más difíciles y temibles de la vida. A pesar de las caídas, las cicatrices y el dolor que podamos sufrir, su presencia salvadora es nuestra «fortaleza» y «salvación» (v. 14).