Mientras bajaba hacia el estacionamiento, me invadió la ansiedad. Ya había estado en ese mismo lugar y me había perdido. Pero ahora, cuando empecé a caminar hacia la puerta cercana al ascensor, una sensación de calma llenó mi corazón. ¡Conocía el camino! Atravesé la puerta y encontré el conjunto de ascensores que buscaba.
La experiencia de orientarme en el laberinto de aquel estacionamiento me recuerda que perderse puede ayudarnos a encontrar el camino. Como me perdí durante mi primera visita, recordé lo que había fallado y la puerta que conducía a mi destino.
Hay gran alegría en encontrar nuestro camino, algo que descubrió el hijo «perdido» de la parábola de hoy (Lucas 15:24). Cuando volvió en sí (v. 17), el joven descarriado supo cómo volver a casa después de haberse perdido en el mundo. Reconoció todo lo que había dejado atrás y volvió a su casa, donde recibió la «misericordia» de su padre (v. 20). La historia cuenta que el padre se alegró mucho al recibir a su hijo perdido, diciendo: «este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado» (v. 24).
Si estamos perdidos espiritualmente, busquemos el camino conocido a casa que Dios nos ha dado. Él nos señala su luz amorosa y dónde se supone que debemos estar.