En 1947, al disolverse el Imperio Británico de la India, más de quince millones de personas migraron por motivos religiosos. La crisis se agravó por las inundaciones monzónicas y la propagación de enfermedades, y más de un millón de refugiados murieron.
A lo largo de la historia, muchos han migrado en busca de libertad, seguridad o una vida mejor. El impulso de trasladarse está arraigado en la experiencia humana. El ejemplo más famoso en las Escrituras es el éxodo de los hebreos a la tierra prometida. La migración tampoco fue algo raro para Jesús. De bebé, sus padres huyeron a Egipto para protegerlo del asesino Herodes. Es irónico que, así como los israelitas huyeron a la tierra prometida (Éxodo 3:17) para escapar de un rey que mataba varones pequeños (1:16), a José se le dijo que llevara a Jesús «y a su madre, y [huyera] a Egipto» para escapar de un tirano que hizo lo mismo (Mateo 2:13; ver vv. 16-18).
Mateo nos dice que ese viaje fue para cumplir la profecía de Oseas 11:1: «De Egipto llamé a mi Hijo» (Mateo 2:15), pero es también un recordatorio de que Cristo entiende la experiencia humana (Hebreos 4:15). Tenemos un Salvador que ha atravesado el mismo tipo de pruebas y dificultades que nosotros. Podemos buscarlo en esas situaciones. Él oye e intercede a nuestro favor (Hebreos 4:14-16).