Hace años, llegó a mi buzón un paquete de mi mejor amigo y sonreí. Joe a veces me envía cosas inesperadas. Adentro, había un diente de tiburón de doce centímetros de largo.
La carta de Joe explicaba que era un diente fosilizado de un tiburón prehistórico, un megalodón, muchas veces más grande que un gran tiburón blanco. Intenté imaginarme lo grande que tendría que ser la mandíbula de un pez para contener hileras de dientes como este. ¡Qué criaturas magníficas habrán sido!
Las Escrituras no mencionan megalodones. Pero en el libro de Job, Dios describe una bestia marina llamada leviatán. Job 41 detalla su impresionante contextura. «No guardaré silencio sobre sus miembros, ni sobre sus fuerzas y la gracia de su disposición», le dice Dios a Job (v. 12). «¿Quién abrirá las puertas de su rostro? Las hileras de sus dientes espantan» (v. 14).
¿La respuesta? Solo el creador del leviatán. Y aquí, Dios le recuerda a Job que, por grande que sea esta bestia, no es nada comparada con su Creador: «Todo lo que hay debajo del cielo es mío» (v. 11).
Ese megadiente está sobre mi escritorio; una muestra de la majestuosidad y creatividad de nuestro Creador. Y ese insólito recordatorio del carácter de Dios me reconforta cuando siento que el mundo podría tragarme.