El amor del Padre celestial por sus hijos es tan ancho, largo, alto y profundo que nunca podremos comprender por completo su extensión (Ef 3.17-19). El amor de Dios es constante y eterno, aunque a veces, nuestros sentimientos pueden hacernos dudarlo.
A menudo vinculamos el amor divino con nuestro comportamiento. Cuando somos buenos, sentimos que somos amados. Pero cuando cometemos errores, cuestionamos si Dios se preocupa por nosotros. Tras varias fallas, podríamos concluir que su desaprobación hacia nosotros supera con creces su aprobación.
La verdad es que no hay condenación para quienes están en Cristo. Como nuestro amoroso Padre celestial, Dios usa la disciplina para realinearnos con su voluntad (He 12.7) y permite que experimentemos las consecuencias del pecado, pero nunca nos condena.
Todo lo que podría ser usado en nuestra contra ante Dios Todopoderoso fue colocado sobre Jesucristo en la cruz. Según el plan perfecto del Padre celestial, su Hijo tomó nuestro lugar para que fuéramos liberados. En Cristo, somos sanados de la enfermedad del pecado que nos separó del Amante de nuestras almas. El sacrificio del Salvador nos otorga el gozo de conocer a Dios y experimentar su presencia por la eternidad.
BIBLIA EN UN AÑO: ECLESIASTÉS 9-12